Cuando descendió del viejo tren, escuchó su resoplido semejante al de una bestia herida, y arriba el humo brotando descomunal por su chimenea cubriendo buena parte del andén. Estaba de mal humor porque durante esas largas horas del viaje no había podido dormir relajadamente. Quién podría hacerlo con el movimiento incesante, de un extremo a otro, de los malditos vagones. Se acomodó el sombrero negro, echó otra pitada a un cigarrillo a medio consumir, y con la bolsa de ropa sobre su hombro echóse a andar buscando la salida de esta pocilga. El barullo de la gente saludándose entre sí, con los recién llegados, los gritos de los niños, el chillido del propio tren, el paso de carretas y caballos, todo confabulaba para que caminara ligero procurando un claro por donde salir de este enredo humano.
Al fin, luego de largos y pesados minutos, estaba más lejos de todo ello, y se encaminó hacia la primera taberna que encontró abierta. De pie, en una barra semisolitaria, dejó su bolsa en el suelo de madera, y mirando fijamente al mesero le pidió un whisky doble sin hielo. Lo bebió de un solo trago, con mueca de amargura o dolor. Pidió otro igual, y esta vez echó una mirada circular a las mesas. Sólo algunas tenían clientes, o parejas conversando de manera distendida. En una esquina del bar, dentro de una penumbra dormitaba alguien cubierto por un manto negro, con las piernas extendidas sobre una mesa vacía. El camarero secaba algunas copas y platos, y de cuando en vez le dirigía una mirada de soslayo. Por los ventanales ingresaban destellos de luz, cuya intensidad iba en paulatino aumento conforme pasaban los minutos. Bebió de un solo golpe la segunda copa, encendió otro cigarrillo, y palpó la cacha de su revólver oculto bajo el poncho de fieltro que le cubría casi hasta las rodillas. En la bota izquierda, sintió también la superficie de un arma de cañón corto, y en la parte trasera del cinturón, dos cuchillos de mediano tamaño se pegaban a su espalda. La espera empezó a impacientarlo un poco, pero se controló. Había aprendido a manejar con relativo éxito sus emociones, viviendo largas temporadas entre el desierto y las montañas, y en su familiarización con los indios, quienes rehusaban al hombre blanco y tenían un ancestral resentimiento contra sus costumbres y conductas irracionales. Los indios eran sus amigos, sin embargo, y en el correr de los años le enseñaron a reconocer los significados de la tierra, del viento y las aguas que bajaban por los ríos o se empozaban en lagos y lagunas. También ellos le habían enseñado a conversar con los animales, y aprender de sus movimientos y silencios. Un día, recorriendo un camino que daba al abismo, fue advertido por una pareja de águilas que no convenía continuar por la senda donde marchaba. Desde aquel momento, redobló su atención, bajó del caballo donde montaba, y con cuidado siguió todavía unos pasos. Al rato, distinguió la presencia de osos hambrientos, y rápido dio marcha atrás, cuidando de no llamar su atención. Las aguas de una laguna le habían curado heridas de bala, y el color ígneo de unas piedras le ayudó a prevenirse a tiempo contra la fuerza del huracán que echó abajo un pueblo entero en su camino. Los indios, en general, eran sus amigos, y tan solo les debía gratitud y compañía. Había aprendido a hablar como ellos, y compartió sinnúmero de fiestas, rituales y cenas comprendiendo que la civilización del hombre blanco ignoraba mucho más de lo que creía saber.
De pronto, su mente retornó al lugar donde había llegado, y vio que las puertas entornadas del bar se abrían con violencia. Un hombre muy alto, robusto, en verdad obeso, se encaminó rudamente hacia la barra. Llevaba dos pistolas cañón largo y un machete atado a la espalda. Tenía el aspecto de alguien que no había dormido por varias noches, y una sombra de crueldad en la mirada. Se sentó pesadamente en un taburete y ordenó gritando una copa de algo ininteligible. Clint lo quedó mirando durante segundos. Suficiente para que el otro se diera cuenta y lo encarara con hostilidad. Rápidamente retornó la escena a su memoria. Tenía catorce años. Su padre había sido víctima de una estafa a manos del comisario del pueblo de Kansas, donde su familia vivía desde que él era niño. El nuevo comisario era un hombre corrupto, brutal y autoritario. Se jactaba con cinismo de haber arrasado varias tribus de indios, y de haber cortado la cabeza y el cuerpo de sus jefes principales. La población no lo quería, pero le temía. El comisario tenía fama de haber organizado una red de estafas y chantajes encubiertos contra pequeños comerciantes. Protegía estas ganancias mediante una banda secreta que conformó con delincuentes y matones a sueldo, a los que pagaba con una parte ínfima de lo que obtenía con sus amenazas. Algunos vecinos reclamaron contra él, amenazaron hacer públicas sus prácticas ilícitas. Era en vano. Varios de ellos desaparecieron durante días, y fueron descubiertos misteriosamente degollados, quemados o mutilados en cualquier paraje, lejos del pueblo.
Un día, el padre de Clint decidió enfrentársele. El comisario le había retenido las ganancias del mes luego de que hiciera el habitual depósito en el banco. El comisario había actuado en complicidad con el administrador, y contaba con la anuencia del juez de Kansas. La razón del hecho era simple, su padre se negaba a entregarle un porcentaje de las ganancias del mes a cambio de seguridad. Argumentaba, con razón, que esa era su obligación, y que no le correspondía demandar nada más. La madre de Clint intentó hacer entrar en razón a su esposo. Le suplicó, le gritó, lloró y, por último, le dio una bofetada que sorprendió al único hijo del matrimonio. A los pocos días del airado encuentro entre su padre y el comisario, Clint lo halló abaleado y con el rostro desfigurado a navajazos junto a un arroyo, próximo al pueblo de Kansas. Con el paso de los años, había eliminado al comisario y a dos de sus secuaces: el administrador del banco y el juez del lugar. Y ahora estaba enfrente del perpetrador, el que había ejecutado la orden a cambio de un puñado de oro.
“El panzón Mac” era un viejo conocido por esa clase de trabajos. Tenía varios muertos y hogares devastados en su haber. Se rumoreaba que uno de sus actos más brutales ocurrió en Dakota del Sur, cuando se le encargó aleccionar a toda esa villa que se negaba a alimentar con el fruto de su trabajo a la familia Colbet, conocidos hermanos que aparentaban vivir del tráfico de tierras. “El panzón Mac” y sus asesinos a sueldo encerraron en la iglesia de Dakota a todos los hombres con familia, sellaron las puertas, rociaron con pólvora todo alrededor y prendieron fuego. Una sola detonación dejó un reguero de viudas y huérfanos de corazones rotos, sumergidos en prolongado dolor y desolación. Clint había quitado el seguro de su revólver, sin mirar al otro hombre apagó en el suelo de madera el quinto cigarrillo de esa mañana, y se paró exactamente delante de su obesa humanidad.
-¡Oye, matón, párate para morir! ¿Te acuerdas de tus trabajos en Kansas? Yo crecí allí, y tus socios están bajo tierra. ¡Termina tu copa y ponte de pie! -le gritó.
La gente se retiró de inmediato, incluido el mesero. Afuera se escuchaban los primeros ajetreos de la mañana. Personas caminando, caballos, carretas, voces, gritos y carcajadas de niños dirigiéndose a la escuela. “El panzón Mac” no imaginó nunca que ese día y a esa hora exacta un desconocido, de rostro contraído, largo como un árbol y aparentemente frágil lo iba a arrinconar contra la barra de un bar súbitamente vacío de toda humanidad. Aunque no podía pensar bien por el cansancio de noches sin dormir (venía de lejos, de otro trabajo de esos), supo que en este trance la rapidez de manos lo decidía todo. Pensó en hablarle al desconocido, para ganar tiempo, pero estaba demasiado cansado y quería terminar su copa sin intrusos ni amenazas. Hizo como que no escuchaba, simuló tomarla en su mano para beber de golpe su contenido, y de súbito desenfundó sus armas que siempre iban sin seguro. Dos balas de acero se le incrustaron entre los ojos cansados, cayendo todo él completo, rodando pesadamente con la copa y los revólveres entre las manos, y una fea mueca de muerte lo sumergió en profundo sueño. Clint dio unos pasos, roció el abultado cuerpo con lo que quedaba del extraño licor en la botella, y antes de encaminarse a la salida le prendió fuego. Afuera la mañana hería con su luz dorada, y los vecinos miraban en silencio al forastero que salía mustio del bar. Lo vieron caminar unas cuantas calles, hasta perderse en la curva de un camino solitario, polvoriento, y en el que, en verdad, nadie nunca antes había reparado en su existencia. Durante horas el viento silbó largo por aquel sendero.
ag 08, chimbt-nov 09