lunes, diciembre 01, 2008
El REGRESO DEL PIJOAPARTE*: ÚLTIMAS TARDES CON FUCKING TERESA
Soy el niño que corre con su baguette bajo el brazo por la calle. ¿De qué se ríe?. ¿Se ríe del fotografo, acaso? Ciertamente los años han pasado. El niño ha crecido y ha engordado pero el baguette está y sabe igualito. La ciudad, en cambio, no es la misma. He sustituido sólo por esta tarde mi baguette por el periódico. Leo: "empleado de Walmart muere aplastado por turba de compradores durante el Black Friday. Empieza mal la temporada de compras de fin de año". Sigo leyendo otra noticia: "Atentado terrorista en MUMBAI, mueren los once atacantes y más de 190 personas". Cierro el periódico y lo arrojo al tacho de basura. Sigo mi camino.
Recuerdo que en los días de la universidad era el terror de las degustadoras. Estaba misio, así que una forma de comer y beber gratis era en el Wong de Plaza San Miguel, muy cerca de la U. Si bien las porciones eran mínimas, era mejor que nada. Ahora me peleo con unas viejitas rusas por los chocolates gratis en el Whole Foods [una especie de Vivanda] de mi esquina. Como adoro esa invención del capitalismo, las degustaciones, durante varios meses me salvaron del hambre. Recuerdo escucharlas también, se decían riéndose: "chicas, allí está el hambriento, escondan los quesitos". Es que yo atacaba literalmente la bandeja. Ellas no contaban con mi astucia. Si bien era pobre, no era desorganizado o impuntual como la flor y nata de nuestros compatriotas. Cómo odio la impuntualidad. Siempre llegando a la hora y esperando por mujeres y amigos. Las degustadoras de Wong no sabían que me había hecho un horario. Lunes: queso fresco o hot dog, pan francés. Martes: chorizo o tamalito, pisco sour. Y así sucesivamente. Tampoco era tan bruto de ir sólo para arrancales la comida de sus bandejitas. Las entretenía. Les comentaba acerca de mis aventuras en el desierto o en Palakala, de mis bailes de marinera norteña en el Coliseo Gran Chimú de Trujillo, de que entonces estaba leyendo a un autor frances que se hacía llamar el Conde de Lautremont y que era bien malo, pero bien malo, tan malo que hacía el amor sólo con tiburones hembras. Conversaba con ellas, les coqueteaba [me ganaba mis frijoles en pocas palabras]. Pero también quería saber a qué se dedicaban aparte de las degustaciones…
ESTA HISTORIA CONTINUARÁ
*Tomo prestado por unas horas, quizás días, semanas o años, al personaje el pijoaparte de la emblemática novela Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé. El pijoaparte, una imagen de la clase obrera [a la cual yo pertenezco], representa la encrucijada para el progresismo burgués y culposo [por su origen de clase] que no entiende el mundo de abajo pero se esfuerza por ser su representante, exégeta y/o salvador...
ENTREVISTA JUAN MARSÉ NOVELISTA Y AUTOR DE 'ÚLTIMAS TARDES CON TERESA'
"El Pijoaparte' sería hoy un inmigrante del Magreb"
'Últimas tardes con Teresa', la novela de Juan Marsé que marcó un hito literario y político, cumple 40 años. Narra la relación entre una joven universitaria de la burguesía barcelonesa franquista y un charnego del Monte Carmelo, al que imagina como un obrero politizado. El autor resaltaba así que la izquierda vivía en un romanticismo que no se correspondía con la realidad.
Pregunta. En su prólogo de 1975, que aparece también en esta nueva edición, usted dice: "La novela ha pasado a ocupar el rincón menos sobresaltado de mi conciencia, y allí fulgura suavemente, igual que un paisaje entrañable de la infancia".
Respuesta. Sí, lo sigo sintiendo. Me siento confortable pensando en este libro. No me refiero a lo que pasó con él, si tuvo éxito o no, sino al proceso de escritura. Pensar en eso me resulta confortable. Lo escribí en casa de mis padres, el futuro estaba por delante; era la época de las ensoñaciones, el inicio de una confianza respecto a mí mismo y al trabajo. Tenía la sensación de estar escribiendo algo que valía sinceramente el esfuerzo. No pensaba que me iba a comer el mundo, pero por primera vez -y era la tercera novela- me sentí conforme, en armonía, con el trabajo, con la vida, con el futuro que me ofreció la vida... Empecé a escribirla en 1962, al regreso de París.
P. ¿Cuál era su ánimo entonces?
R. En esa época persistían en casa los problemas económicos. Mi padre ya había liquidado sus estancias en la cárcel por separatista, mi madre seguía trabajando de enfermera en turnos nocturnos, y yo trabajaba en el taller de joyería. Escribía traducciones, textos para solapas de libros... Conocía ya a alguna gente que me proporcionaba estos trabajos, con los que iba trampeando. Pero lo que más recuerdo de ese tiempo es que me encerraba a escribir la novela y me sentía bien haciéndolo.
P. ¿Y qué pasaba en la ciudad?
R. Seguían vigentes las consignas del franquismo; se iniciaba, sin embargo, una cierta apertura. Fraga sacó su Ley de Prensa en 1964. En todo caso, había el espesor del franquismo, que no fue distinto esos años que en los cincuenta. La apertura que parecía venir la noté por las relaciones que tenían con el régimen los editores que conocía. Los problemas que había tenido Carlos Barral en Seix Barral empezaban a ser distintos a los que hubiera tenido diez años antes. Pero en el barrio había poca diferencia con los otros años. A mediados de los sesenta fue cuando el país comenzó a cambiar.
P. Era consciente de que no se iba a comer el mundo con Últimas tardes con Teresa. ¿Qué le hacía sentir tan cómodo escribiéndola?
R. Era consciente de que estaba manejando una novela que me afectaba mucho, de algún modo la había vivido. Surgió cuando estaba en París, en 1960. El primer latido ocurrió a raíz de unas conversaciones con unas chicas francesas a las que se suponía que yo daba clases de español. Nos reuníamos una vez a la semana, y una de ellas se llamaba Teresa, hija de un pianista. Una muchacha guapísima en una silla de ruedas. Me escuchaban, les contaba cosas de Barcelona, de mi barrio, y noté en ellas una atención especial. Ése fue el germen de la novela. Capté que despertaba en ellas cierta fascinación por el arrabal cuando les hablaba de mis juegos infantiles en el Monte Carmelo con los chavales de cabezas rapadas, hijos de los inmigrantes del sur. Los chicos iban libres por las calles. Me refería a los años cuarenta, la inmediata posguerra. Había una fascinación por el arrabal en esas señoritas de clases altas parisienses. Habían pasado tan sólo 20 años del final de la guerra cuando yo les hablaba, y estaba aún muy vivo el recuerdo de una España sojuzgada por la Guerra Civil.
P. Teresa nació en París.
R. Esa nostalgia del arrabal que yo veía en aquellas señoritas se combinó con el sentimiento que advertí en los exiliados con respecto a España. Conocía a los exiliados, a Jorge Semprún; hablaban de la inminencia de una huelga general, decían que la caída del franquismo estaba a la vuelta de la esquina, que los trabajadores estaban bullendo... Ahí no me podían engañar, porque desde los 13 años yo había trabajado en un gran taller, donde había 30 operarios, y yo sabía cuáles eran sus aspiraciones: comprarse un reloj, una gabardina, un coche. Aquel romanticismo de la izquierda que veía el cambio al doblar la calle no se correspondía con la realidad.
P. ¿Cómo entró todo eso en la novela?
R. El tema de Últimas tardes con Teresa no es otro que el de la apariencia de la realidad. Teresa confundía a un pobre chaval -El Pijoaparte-, que era sólo un obrero de barrio, con un militante obrero politizado. Se idealizaban unas condiciones de vida, unas formas de ser, y eso le pasaba a Teresa. Era una especie de ajuste de cuentas mío, personal, con la realidad.
P. ¿Y de qué modo ese ajuste de cuentas se convierte en ficción?
R. Ahí se mezclan sueños personales, no sólo vivencias. En aquella época, a mí me hubiera gustado tener una experiencia amorosa con una muchacha de la burguesía catalana, rubia, de ojos azules. Como Teresa. Entran ensoñaciones de orden erótico, sentimentales; una nostalgia por los estudios, por la universidad, que nunca tuve. Pero al mismo tiempo quería ser implacable en la cuestión de la apariencia de la realidad. Y no sólo eso: quería ser también comprensivo y piadoso, porque Teresa va movida por ese equívoco, pero va con buena fe, es generosa, incluso en sus relaciones amorosas y sexuales. Y por parte de Manuel, El Pijoaparte, ocurre lo mismo: es demasiado bueno. Es el trepa social; está dispuesto a llevar adelante su relación con Teresa para ganar ese puesto en la sociedad; respeta la virginidad de Teresa hasta el final, cree que así va a merecer mejor el puesto que busca...
P. ¿Teresa era aquella chica en silla de ruedas?
R. Físicamente sí lo era, un poco. Me impresionó mucho aquella chica, sobre todo por su disposición a la vida, su ánimo, sus ganas de saber, su curiosidad, su amor por la vida.
P. Antonio Pérez, el librero de Cuenca, dice que le presentó a usted El Pijoaparte en París...
R. Le conté el personaje, y él me dijo: "Sí, es como El Pijoaparte", el apodo de un amigo suyo de Murcia. Y le puse Pijoaparte.
P. ¿Usted era El Pijoaparte?
R. En todos los personajes, incluso en los femeninos, está siempre parte de uno mismo. Pero no he conocido a nadie a quien le haya pasado lo que le sucede a Pijoaparte. Es un charnego, su origen está en el sur; es medio delincuente, vive a salto de mata, roba un día una moto, la vende... Personalmente no he conocido a ninguno, pero tanto en el Monte Carmelo como en la zona del Guinardó sí vi chavales que podían haberlo sido. Esa zona recibió grandes olas migratorias desde la Guerra Civil, e incluso antes. Podía haber sido cualquiera de ellos El Pijoaparte.
P. Usted tenía la ambición de relacionarse con una chica burguesa de la época. ¿Ahí le representa El Pijoaparte?
R. En la ensoñación. El Pijoaparte no sabe quién es su padre; sospecha que podía ser hijo del marqués de Salvatierra, que tenía una finca en Ronda... Todo eso viene de un viaje que hice a Ronda, precisamente con Antonio Pérez, para hacer un reportaje que luego no publicó la revista de Ruedo Ibérico... Ahí nació la figura de Pijoaparte, su propio origen. Y a partir de ahí, Pijoaparte se crea su propio mito. En la literatura tiene mucho que ver con muchas lecturas que yo tenía del siglo XIX: es el joven de provincias que llega a la ciudad e intenta abrirse espacio.
P. Ésas eran sus lecturas de entonces.
R. Ese personaje está en Balzac, en Stendhal, y ha heredado también detalles de la literatura contemporánea, como el Jay Gatsby de Scott Fitzgerald: ese tipo que se fabrica a sí mismo.
P. Gatsby es también el perdedor.
R. Siempre me ha atraído la figura del perdedor. La derrota es algo connatural con el hombre. Aunque a mí en novelas no me gusta filosofar ni meterme en honduras, eso está en la vida cotidiana. En la medida que uno se coloca ante unos ideales y unas ilusiones, la vida te da hostias. Está en todo, y ya está en el Quijote.
P. ¿Qué literatura hay alrededor cuando escribe usted la novela?
R. Por lo que respecta a la lengua española, está el descubrimiento y el auge de los novelistas latinoamericanos... Cuando aparece mi novela también se publica La Casa Verde, de Mario Vargas. Todavía conservo un anuncio en el que estaban esas dos novelas y otra que también publicó entonces Seix Barral, El siglo de las luces, de Alejo Carpentier... Al rebufo de ese clima de auge latinoamericano vinieron Borges, Cortázar... En España seguía la novela social, después tan vilipendiada; publicaban Jesús Fernández Santos, Juanito García Hortelano, Ferres... Algunos se desmarcaban, pero eso es lo que había. Yo estaba muy interesado por la novela italiana que publicaba Seix Barral: Vasco Prattolini, esa gente...
P. Últimas tardes... se desmarca del realismo social...
R. Yo quise marcar esa distancia, hasta el punto de que aparezco en un papel no muy lucido, pellizcando el trasero a una muchacha. Era una respuesta a La hora del lector, de Josep Maria Castellet, que reclamaba que el autor era Dios. Quería desmarcarme... ¿A quién le importa ahora esto? Pero lo cierto es que esa novela marcó un giro de 180 grados en mi propia trayectoria.
P. ¿Cómo fue recibida?
R. No hubo estrépito. No tuvo malas críticas. Un crítico muy importante de Barcelona hizo una reseña en la que se negaba, por motivos morales, a reproducir el nombre del protagonista: le parecía grosero Pijoaparte. A Últimas tardes... se le atribuyó participar en la ruptura de la novela, junto a Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. Se dijo que esta última novela me había influido. La verdad es que no la había leído entonces.
P. ¿Cómo le fue con la censura?
R. La censura la prohibió totalmente. Pero había la posibilidad de defenderla, como hizo Mario con La ciudad y los perros. Yo me reuní con Carlos Robles Piquer, que llevaba estas cosas en el régimen. No le gustaba la palabra senos, tampoco digería muslos; sugería antepierna... No la censuró sólo la censura. Las escenas que ocurren en la universidad, en las que se califica a los señoritos universitarios que juegan a la clandestinidad como señoritos de mierda, fueron recibidas con mucha virulencia en Ruedo Ibérico, por ejemplo. No gustaron tampoco las ironías sobre la Moreneta, sobre la pierna catalana de la señora Serrat, que es una pierna catalana, soberana, robusta, de tobillo grueso... Identificaba esa pierna con la solidez, el seny, la sensatez catalana, y todo eso no gustó.
P. Esa descripción es muy propia de los perfiles que hizo luego en Por Favor.
R. En efecto. Siempre me ha gustado mucho describir físicamente a los personajes... Del papá Serrat, en la novela, describo ese bigotito que tanto tenía que ver con el régimen, el bigotito de alférez provisional. Robles Piquer me dijo que quitara eso de alférez provisional. No lo quité y nadie en censura leyó de nuevo el libro... Me gustan las descripciones, que el lector vea las cosas; me desorientan las abstracciones. Eso hace que se hable de mi estilo cinematográfico. Querrán decir visual.
P. ¿Quién le caía mejor, Teresa o El Pijoparte?
R. A mí me cae muy bien Teresa, por su generosidad, por su entusiasmo; siendo hija de la burguesía conformista, una burguesía catalana decididamente franquista, de Barcelona, quiere un cambio, desea que las cosas sean de otra manera. Es una muchacha solidaria; le gusta beber vino en el barrio chino, rozarse con el limpiabotas. Tiene la mala conciencia del señorito. De esa gente aprendí muchas cosas con Jaime Gil de Biedma, que tenía su propia mala conciencia de señorito. Un líder universitario me ayudó a conocer el lenguaje que se hablaba en la universidad... Pijoaparte es un charnego, un murciano. Hoy ya ni se dice la palabra. Hoy sería un inmigrante del Magreb... O de América Latina. A mí me decían: "Eres un charnego de mierda". No había un comportamiento racista, sino una manera despectiva de tratarnos; no llegaba a insultos del tipo "moro" o "negro de mierda"... Nunca llegó entonces el desprecio a los niveles que se ven hoy en asentamientos árabes en Barcelona. Los inmigrantes eran menospreciados en el trabajo, pero no se llegaba a los extremos que ahora se advierten en este país.
P. ¿Y quién sería hoy Teresa?
R. Creo que su romanticismo pervive en la juventud. Me cuesta creer que subsista en la universidad gente como ella. Algo que también ha desaparecido es el mito de la virginidad. Pijoaparte la respeta porque él no es un braguetero convencional; sabe que todo en esta vida comporta una dignidad, hay que ganarlo con un esfuerzo personal.
P. Esa burguesía catalana de la que viene Teresa ha cambiado mucho: ahora pide el nuevo Estatuto...
R. Es posible que el padre de Teresa estuviera hoy entre los que exigen el Estatuto y dicen vivas a la nación catalana. Es más que probable.
P. La novela tiene 40 años. ¿Cómo se siente recordando aquel tiempo?
R. La pérdida de la juventud. Envejecer es una cabronada. Pero no me gusta obsesionarme con eso.
P. ¿Ha cambiado mucho en esta edición?
R. He quitado muchos paréntesis, eran innecesarios. Lo he hecho más fluido. Y la edición está en un tipo de letra que puede leerse de manera más confortable; antes había que leerla con lupa.
P. Hace unos años le pregunté por una palabra que definiera Barcelona y dijo la misma que ha utilizado para hablar de su percepción de Últimas tardes con Teresa: confortable.
R. Será que me gusta mucho la palabra... La relectura que he hecho ahora me ha resultado muy confortable. Y me han vuelto a sorprender algunas cosas, en el buen sentido. Puede parecer un rasgo de vanidad por mi parte, pero no lo es. Es una novela que me reconcilia conmigo mismo porque he pasado por muchas dudas y por muchas cosas, y a veces he llegado a pensar que otorgarle valor a lo que he hecho es muy arriesgado, que no soy tan bueno como yo hubiese querido, pero ni siquiera como a veces he querido pensar. Esta novela me reconforta. Por lo menos pienso que es un libro del que no podría sentirme avergonzado nunca. De otras cosas sí que podría avergonzarme, pero de ésta, no; de eso estoy convencido. Lo cual no significa que sea un gran libro, sino simplemente un trabajo del cual no me voy a avergonzar nunca.
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