miércoles, diciembre 28, 2005

LA CIUDAD DE LOS CÉSARES



Pocos serán los que no se levanten, los que no se levanten

con nosotros y no vayan sonrientes


Saint John Perse


Desde el tejado nos contemplan los gritos en llamas de los siglos, Aníbal expectante frente a la otra orilla, recuerda los cantos de todo un pueblo, entre la paz de Ngai y las fiestas de Odwera, el más silencioso, era el fin de la Cuarta Guerra Púnica, los africanos apenas regresan victoriosos a la aldea, “os saludamos caminantes, estirpe de leones y mapas estrellados”, vistiendo ropas de lujo y mostrando sus monedas de oro vinieron, trajeron consigo sus esclavos, románticos y barbados nos decían las mil y una noches de su patria, del Preste Juan, de los Campos Eliseos y de sus ritos fúnebres, hombres y mujeres sepultados con monedas de cobre latiéndoles en la hierba de los ojos y en la punta de sus lenguas, monedas de cobre en las palmas abiertas del barquero que los cruza al otro lado, porque también en la región de los muertos hay el otro lado, pero esta vez más cercano al nuestro,
la vida en la aldea ya no fue la misma desde esa tarde, 40 grados a la sombra, el té hirviente a la vera de las palmeras de Dakar amargaba en nuestras bocas por lamer tanto el oro, oro que los africanos obsequiaron como muestra de la hospitalidad de nuestra gente, muchos como mi padre y yo, Aníbal, decidimos levantar las tiendas y empezar a caminar hacia el norte que es el oeste, la preparación no tomó mucho tiempo, partimos cinco hombres, las esposas, nuestras madres nos alcanzaron el pan y el agua la ocultamos en una bolsa de piel de chivo, en una semana, según los mejores pronósticos de los guerreros cartagineses pondríamos pie en las fuertes y factorías de Iberia, con pateras listas para cruzarnos al otro lado, donde ya habían empezado a construir más ciudades y se habían reiniciado las luchas,
Hasta aquí olíamos la reventazon dulce, los inmensos muros celestes y cercas multicolores, las olas del mediterráneo, las columnas temblando desde sus cimientos de coral, los caballos y tritones del dios del gran río defendiendo con fiereza sus riquezas
ante la inminente llegada de estos oscuros invasores, unos kilómetros más adelante, con los pies hinchados, pasamos por Gao, allí nos topamos con los númidas descansándose fuera sus tiendas. “Pasen, hermanos del otro lado del río, pasen, tomen un poco de té, descansen, caminantes”, Néstor, el viejo rapsoda nos entretuvo durante largas noches, que fueron solo una, inventando el sonido inmortal y misterioso de las tormentas de arena, y cantó las hazañas del gran rey cartaginés, las glorias de los elefantes africanos que una vez cruzaron los Alpes, llenando de espanto y zozobra, pisoteando las mejores legiones de la Ciudad de los Cesares, pisoteando las laderas orgullosas de la Lombardía, pero no sólo cantó el rapsoda del relámpago que emanaba del beso de sus lanzas, porque luego de las guerras, bajo la protección de Kush, los númidas habían comerciado con el otro lado y las aldeas del África del Norte.
“Ellos no entienden nuestras razones, aventureros, potros nacidos de la savia del árbol Seth, con la espina de Timbuktu atragantándoseles en sus gargantas ávidas de tierras bárbaras y maravillosas, nosotros somos raza de peregrinos, espuma de aire que da nombre al desierto, con el recuerdo de un sol tatuado en nuestras pieles, no necesitamos aprender otras lenguas, años ya, las cohortes de la Ciudad de los Cesares dominaron estas rutas del comercio de esclavos, abandonándolas luego sin dejar un solo peregrino en pie, se los llevaron a todos, los arrancaron púberes de los senos de Ashanti, para servir en tierras lejanas que huelen a caña y algodón, donde los lobos dan saltos y se cuelgan alrededor del cuello de la luna, el cisne de sus noches, y el hombre de arena perturba la risa de sus sabios,
Ahora ellos siguen confundiendo a los peregrinos que largamos para allá, confundiendo la preciosa sal con sus monedas, un día quisieron volver, pero los echamos a punta de la preciosa sal de nuestras lanzas, llevando la lucha hasta sus fronteras, y ellos sin culpa alguna utilizan la imagen de los tracios, para ponerle más tierra a sus abusos, ¿acaso los tracios — Hermanos — incendian las Bibliotecas de Alejandría o Sarajevo? ¿Sólo los tracios comercian esclavos entre Recife y Curazao? ¿Están acabando ahorita mismo con los bravos apaches y sus bisontes solares? ¿Arrasan con Hanoi y los jardines colgantes de Ishtar? ¿Siguen subyugando con sus rápidos bajeles las provincias plenas de Incienso y Mirra, el Indostan de los Brahmanes, los cuatro elefantes que sostienen el mundo conocido con sus lomos solidarios?,”
unos kilómetros dentro las fauces del sueño de mayo, la madre ballena, peregrinos como nosotros, acudían fervorosos en procesión desde todas las regiones del África, incluso de los reinos ricos de Benín y Saba, enterraron sus pacientes huesos en la hambrienta panza del desierto, el modesto hábito, el cayado y la concha cocida en nuestras carnes, no desanimó a los tuaregs, los asaltantes de caravanas hundían sus cuchillos y machetes en los vientres imaginando encontrar en nuestras descocidas tripas las valiosas joyas, las monedas necesarias para alcanzar el aire, la visión del otro lado,
“El exilio no es el pexe alado de las horas”, las lágrimas del poeta extranjero sin infancia surcan también estas aguas, labios sin sus labios de arrecifes diminutos, solo quedamos mi padre y yo, los otros peregrinos se rindieron antes de arribar al cuello de la ballena, faltando veinte días de marcha para entrar en las tierras del gigante Anteo y sus montañas luminosas,
“estos son nuestros cuerpos cubiertos de plumas y penínsulas que pican por todas partes, parecemos locos purificados por la maldad de los hombres, buena suerte caminantes y fructificaos al otro lado para que sus parques una vez más sean centro de diversión y no solo el silencio de los antiguos augures, benditos sean”
Llegué muy tarde a las puertas de Tánger como luciérnaga apenas titilando, trabajé con la arcilla, todas las mañanas esperando la oportunidad de subir a las pateras, ya olía fuerte la abundancia y la alegría del otro lado, modelé el plano de una ciudad en la arena, me entretuve imaginando las monedas y los vestidos de lujo de los africanos que tomaron té en nuestras tiendas, algún día todo eso sería también mío aunque la boca se adormezca de tanto morder el oro, incluso sin piernas porque si quería conquistar la Ciudad de los Cesares lo más preciado había que sacrificar,
Mi padre murió a las afueras de Casablanca, cayó enfermo de improviso, creo más de penas de amor que de otra cosa, sus cabras eran todo para él, ¿ahora quién cuidará de su pequeño rebaño?, viejo pastor de negros ojos y lento aliento, con una sonrisa que expresa la sabiduría de los más viejos, lleno de semilla y cal duró unas cuantas horas, “me llevo el beso de la mujer que asola mis visiones con su voz,” fueron sus últimas palabras, resplandecientes en su misterio, en medio de las fiebres había soñado que estaría bien y me pidió que continuase con su bendición, así, arrojé harta leche de cabra sobre su cuerpo, descosí la concha de mi pecho y la tiré, con un poca de lonja ensangrentada, mar adentro y prendí fuego a las aguas, ardieron las aguas de abajo como una avecilla hermana del jardín de los justos y el humo se esparcía generoso hacia los cuatro rincones de la ballena, al apagarse el fuego, recogí los remanentes y llené mi bolsa con ellos, ya no hay en mí, rastro de inocencia, los huesos de mi padre crujen tibios en la panza de la ballena, y las arenas cristalinas, como este canto en sus hinojos, viajan conmigo por estos cielos fríos, con las palmas amarillentas y duras como cuero, río arriba para volvernos sueño y barro.

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