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Eran las nueve de la noche del domingo,
en plena efervescencia de la final del mundial,
cuando los guardias me impidieron visitar al prisionero.
Di media vuelta y me refugié por unos minutos
en la librería del centro penitenciario.
Así fue que tuve la suerte de presenciar un espectáculo maravilloso a través
del grueso vidrio que separaba a la prisión de la calle.
Los jóvenes desposeídos habían levantado
un campamento militar en los extramuros.
Habían engañado muy bien a sus guardianes
con la alegría que transpiraban sus guitarras, sus risas inocuas,
sus souvenirs que los curiosos turistas adquirían por un precio excesivo.
En cierta medida, a diferencia de sus pares del 68, estos jóvenes venidos de
todas partes del mundo, porque allí habían argentinos, holandeses, alemanes,
peruanos, argelinos y obviamente franceses se habían hecho expertos en el arte del camuflaje
y solo estaban esperando la orden para lanzarse al asalto.
Sus risas escondían su furia, de sus guitarras nacerían sus AK-47
y de sus souvenirs, lanzagranadas RPG.
El campo de batalla se había ampliado.
El sitio ocurría y el prisionero iba a ser liberado por fin.
la Bastilla había adquirido un nombre nuevo, cuenta tus últimas
horas, Centro de Arte Moderno Pompidou.
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