lunes, enero 16, 2006

LA DESTRUCCIÓN DE LA BESTIA



Un bote se pierde en el horizonte. El sol expande su reflejo insomne en el espejeante velo líquido, el Océano Pacífico. Cuánto tiempo sin sentir el aroma del mar, mi mar es un pan con chicharrón acompañado de salsa criolla y su buena taza caliente de té.
No queda noche ni día. Sólo la lámina verde frente a los ojos. ¿Para qué mierda regresé? La terquedad y algo que quemaba en la planta en llamas de los pies.
Traspasa con paso abatido la puerta del país de los muertos, los muros de adobe. Bajo el barro reposan los fardos familiares. Todos están allí. Eso es lo que he heredado. Unos restos para ponerles flores. Eso es todo lo que tengo. No subas al cerro, hijo, mira que viene el cuco y te comerá. No me interesaba el cuco, a la mierda con él. Un coche bomba, ma’ y zas, no más cuco. Donde se pierde la vista, arriba, las casas frágiles y la oscuridad, más arriba, detrás de esas líneas infinitas… Me moría de ganas de gatear en la arena caliente, dejarme ocultar por la humedad y por la ceniza de los muertos.
Arriba, nacen las bolas de fuego. Bajan por las noches. Desde mi ventana nunca las avisté, pero me inundaba de ese nauseabundo aroma de la grasa humana devorada por el fuego. Las esperaba hasta tarde. Por el techo un gato sale disparado. Ya robó su momento de placer. Ahora le espera la Moira. Las bolas de fuego, la garúa y la niebla se colaban por las calaminas como rayos de un satélite febril, debajo de mi almohada, la garúa, la niebla, las bolas de fuego a los pies de mi catre de bronce. Hasta mañana, tías.
Rompe la piñata, rómpela, rompe la piñata…
Hijo, dónde estás. No te escondas. No te voy a hacer nada. Sólo sal. Una niña desnuda, de cúbito dorsal, bajo la mesa del comedor, la marca de mis dientes en sus nalgas café. Drácula, sí, ese soy yo. Alguien escribió un poema sobre una casa que se devoraba a sí misma debajo del puente. Yo vivía allí. Retratos de muertos me observan juiciosos. Cercan la antártica sala por sus cuatro vientres. Cada cuarto conserva celoso sus heridas. Las marcas de azotes bestiales. Hubiera sido el escenario perfecto para un interrogatorio, pero solamente era una casa con propietario discutido. En uno de esos tantos asentamientos humanos que luego se convirtieron en distritos de la gran babilonia.
Enciende la luz. El mismo baño en ruinas. Las mismas tuberías oxidadas, fierros, fragmentos de ladrillos a la vista. Un antiguo y tibio hilo de sangre corta el centro del espejo. Acomoda sus lentes. Vuelve a palpar el moretón sobre su rostro. Acaricia sus cabellos. El maullido de la gata estalla en un rincón sellado de la memoria. Se arroja al piso y se tapa la boca. Estoy vivo.
Cierra los ojos. No quiere ver más. Azul. Flota mi pequeño cuerpo sobre la madrugada. Azul y vaporoso. Los binoculares de papá en la mesita de noche, una lamparilla inservible. Inmensa puerta de madera que se abre. Muchos gritos y llantos han ahogado. Por qué cierras los ojos cuando el payaso te carga para la foto. No quiero, me dan miedo los payasos. Tengo miedo a las máscaras y a los disfraces. Me roban el alma, mamá.
El payaso de juguete gigante. Flotando me dirijo a sus brazos. Me apachurra. Comienzo a asfixiarme. Me pega en las plantas de los pies, me ahoga en inmundicia, me inunda el rostro con un terrible reflector para que confiese. Me sofoco. Sobre el hombro de mamá aparezco. Amarillo. Naranja. Rojo. Caigo como una pluma sobre el piso. Mamá sigue caminando. No escucha mis gritos. Detente, por favor. Se pierde en el pasadizo sombrío.
Más allá está el dominio de los fantasmas. No puedo llegar hasta allí. El hombre de arena, la bestia, abre la puerta de vidrio y metal. Sonría para las cámaras, mire aquí, todo el país lo está viendo en directo, “Comencé, como los demás, siendo un inofensivo pelotero con el infinito deseo de transmutar en pitufina, sin embargo terminé frente al espejo como la única e inimitable, bestia de las mil cabezas”. Avanza rápido por las líneas, uniones, de las losetas. Corro hasta la cocina. Me escondo debajo del comedor negro donde juego a Drácula. Presiento que me vigilan. El motor del viejo Frigidaire verde suena más fuerte.
Era un señor muy alto, blanco, de generoso bigote, como los antiguos caballeros criollos. Botas con espuelas, fuete y carabina lista en la mano, caballo brioso, sombrero y poncho cruzado al hombro. Paseaba por las afueras de sus dominios. El llanto de un bebé llamó su atención.
Desmontó y se dirigió sigilosamente hacia un bulto que parecía esconder a la criatura del señor. Desenvolvió la sábana. Era un bebé hermosísimo. Blanquito, de ojos azules. Sonreía. Dejó de llorar. Duérmete mi niño, duérmete ya, que viene el cuco y te comerá, duérmete mi ninh...que viene el cuc...omera. De repente el bebé le habló. Mírame mis dientes te lo ordeno. Mírame. Los tenía blancos y los caninos afilados como un dulce vampiro. Lo soltó en el acto recordando el odio de Pariacaca por los de su raza. Sepultó su cuerpecito bajo una inmensa roca.
No estés asustando al bebé con el cuco, Julia. Pero el cuco no dibujaba símbolos fálicos sobre los cerros en las largas noches a oscuras cuando mi madre hacia tiempo conversando en la puerta con el sastre y el muchacho que vendía escobas. Santiago se llamaba. Usualmente tocaba la música de sus ancestros en los micros, poco tiempo después desapareció y mi madre no quiso escuchar de nuevo sobre él, todos lo conocíamos, era buenito, trabajador, su verdadero nombre junto a su foto había aparecido en un informe de la televisión sobre los líderes zonales de los insurrectos, un domingo cualquiera el sol de Juliano fue reemplazado por el sol rojo de Mao.
Arriba, abajo, Echa Muni, carajo. Se leía apenas. Yo no me acordaba que había escrito esto. El trazo impreciso de infante con tiza roja no había desaparecido. Carajo. No digas eso. No escribas eso, sino te pego en la mano y te quemo la boca con la cuchara caliente. Carajo con tiza roja sobre la pared de cemento en el patio. Te doy duro, ya verás. No te me corras, malcriado. Carajo un millón de veces. Sobre el cielo de lima, Carajo por siempre. En el pabellón nacional, dios, patria, Carajo.
Tropieza con un hoyo en el piso apenas tarrajeado. De allí salían los conejos. Comienzan a dar sus saltos y vueltas en torno al patio. Allí esta el macho joven, reconocible por su nariz más roja. Su mamá contaba que le gustaba abusar de las conejitas más tiernas. Desde la quebrada ventana de la cocina presenció un duelo definitivo. El antiguo semental en su último lance logra hacer justicia a su tribu.
Le arranca los huevos con un mordiscón firme al macho intrépido, impetuoso, pero enajenado de astucia. La víctima propiciatoria se queda quieta, echada de lado. Puta madre, a éste nos lo vamos a comer para el almuerzo. Ya no nos sirve castrado, dijo mi padre. Ese día Enrique, el fauno viejo, estuvo muy triste, no comió segundo, sólo su sopa y un poco de fruta. Replegada en el último rincón de la casa, la sombra de Black, su cocker, continúa vomitando coágulos de sangre sobre una bolsa de plástico negra. No hay que hacerlo sufrir más. Hay que llevarlo a que le pongan su inyección. No lo quiso bien, jugaba poco con él. Estaba allí encerrado atrás, como yo en mi cuarto o en la sala.
Aprendí a caminar muy rápido. Pero la casa me tragaba hacia su centro. Déjenme, salir, carajo, déjenme salir, no me va a pasar nada, yo sé cuidarme. Luego aprendí que la casa no era la casa sino la meta-casa y que tenía muchos centros pero eso no me permitió salir del texto e incendiar llantas en el patio de la casa…
De nuevo contra el piso y la boca tapada. La casa es mi cabeza. Cada cuarto tiene múltiples, infinitas puertas, que llevan a otros pasajes con más puertas. Pueden ser un televisor malogrado, un encendedor, una cucaracha pisoteada, un caño descompuesto, una pelota de fútbol desinflada. Mi cabeza es un mapa de la ciudad. En las arrugas de mis sesos está escrito:
Primer intento de suicidio, Av. Perú 301, 6:10 a.m., 01/03/89
Nacimiento, Maternidad, 28 de diciembre 467, 10:30 a.m., 06/03/73
Primer encuentro con Adelaida, Pasaje los Pinos 456, 6:30 p.m., 06/06/91
Segundo intento de homicidio, Prolongación Zarumilla 1045, 10:40 p.m., 06/07/90
El agua de la regadera humedece la toalla. Humedece el tiempo y lo pone a secar estático junto al cuchillo que nace del centro del centro de la planta del pie rosado. Fue tan fácil robarle su arma. Fue tan fácil hundir mi verga en su piel áspera, múltiples veces, su sangre que alimentaba el horror y las represalias. Así mueren los perros reaccionarios. El agua de la regadera. Ancón no es un balneario. Es una isla perdida en la geografía del recuerdo. Es el mar y un viejo con diablos azules, en la entrada de una casa ojival hecha de adobe. Ancón son los caballos fantasmales de los soldados chilenos. Es el humo del ferrocarril que nunca vi. Es la foto de un niño con peinado de casco, cachetón, de ojos plomos y nariz de muñequita, un marinerito sentado en las piernas de la madre joven en traje de baño setentero afuera de una casa que no era la suya.
La sombra de un árbol. Ancón es el sujeto. Es un nombre cristiano. Son cinco letras. Dos sílabas. Es sólo un garabato más en un papel que habla.
La noche cae sobre la playa y un delgado hilillo dorado corta en dos el velo del mar. Ya se me hace tarde. Tengo que tomar el bus. De allí al hotel y después al aeropuerto. Traje mucho. Dejo todo y me llevo todo. Pensé que al regresar vaciaría mi cabeza sobre un hoyo a la orilla de la playa con un vasito descartable. Las olas lo arrastrarían mar adentro. Así descansaría por fin. Otros como tú enterrarían cientos de cabezas ayudados de lampas multicolores, sabrosa tentación para el final mágico del verano. What is love?
¿Qué es la vida sin recuerdo? Sin memoria. Por eso decidí escribir para olvidar, estas palabras son mi sangre, son mi esperma, mi única herencia, aquí se quedarán bajo las olas olas de esta página en blanco y desaparecerán para siempre.
Un anciano sambo y achinado le golpea la espalda con su cuerpo espectral. ¿Qué haces tú, aquí? Estás muerto. Eres solo un holograma frente a mis ojos y ya no eres más pertenencia del realismo mágico, más bien saliste de la tele o de alguna historia oral cantada por los rapsodas de las montañas de Georgia, quienes del mismo modo nos narran el nacimiento de Medea, la reina, todas las tardes al ponerse el sol. Allí, bajo la cruel sombra de las mismas montañas, dicen también que ahorcó a los hijos de Jasón con sus manos de bruja pagana, al menos fue ella misma que acabó con su estirpe y no fueron los otros, los médicos, que en las cercanías del Mar Negro, arrancan del vientre de las jóvenes madres a los recién nacidos para embalarlos como carne fresca tercermundista rumbo a los puertos del Septentrión. […] No esperaba ver a nadie y menos a ti.
No es necesario que me mire al espejo, tú sabes que soy como tú. Hemos nacido de la misma sangre incestuosa. Durante estos años mi deseo por salir de aquí, no ha sido otra cosa que imitar tu gesto, soy tu pasado y tú eres mi más preciada creación.
Te llevo en mi cabeza como una herida que nunca cierra porque esa misma carne quemada es la que me empuja hacia la nada, hacia ti, virgen cruel. Siempre he negado tu influencia, tu importancia, pero silenciosamente el mapa de mi rostro oculto detrás de este manantial que me ocupa escribe tu nombre como las ondas que se dibujan y desaparecen en mis aguas. No olvido lo que he dejado atrás. No olvido de dónde he salido. No es necesario que digas nada, yo ya estoy hablando por ti.
Mi voz se escucha suave pero sin embargo lleva tu marca agridulce. Tú también fuiste abandonado como tu padre lo fue antes, hemos construido nuestro reino en las tinieblas y hemos olvidado cómo se llora o decir por una puta vez, lo siento, esto ni yo mismo me lo creería si lo escuchara de mis labios que son los tuyos… arriba donde no hay más recuerdos,
pero somos humanos como ese dios que no nos ama, que se contempla a sí mismo, mientras nosotros nos destripamos corriente abajo, y por eso es más divino que el que muere por salvar a cada infeliz. Todo dios no es más que una continua fragmentación de nuestros egoísmos, ese vacío estertor que nos empuja a vivir para dañar sin saber por qué ni cuándo. Ya no sé lo que estoy mirando porque nada se dispersa y ni descansa en mi memoria. Y en la memoria se esconde la posibilidad de ver.
Te estuve siguiendo todo el día. Echado en las losetas del baño, cubierto apenas con la casaca de cuero que te regalé para tu cumpleaños numero diecisiete. Tapándote la boca contra el piso del baño, sobándote un moretón en la mejilla, no eres un buen peleador, eres como yo en eso, y a la vez somos tan distintos, te vistes con cualquier trapo encima, no te bañas nunca, tienes las uñas sucias, no eres ostentoso, no te importa tener, tienes las piernas chuecas como yo y sueñas todavía con esos malditos delfines rosados,
pero también te metes tus tronchos de vez en cuando como tu padre en el opel rojo rumbo a La Fontana, Night Club, escondiéndose de tu aburrida madre. Te observo hablando con una vendedora ambulante en el paradero, te quedas dormido con un libro en la mano que acabas de perder, ¿cómo se llama?, ah, Bartleby, Caminas por el terral rumbo al cementerio, donde está tu familia.
Vienes aquí, a enterrar tu cabeza en un hoyo pequeño a la orilla del mar. Me estuviste siguiendo, zambo pendejo. Quiero descansar con tu cabeza. He venido para eso y para verte. Dame un abrazo. Ya no quiero hacer nada. Departimos con muchos Bartlebys como nosotros. Morimos y volvemos a nacer en los parques y en las oficinas de los altos edificios. Ya no quiero hacer nada. Aquí es donde el barco de la noche se deja habitar por su enemigo. Todo se acaba, pero la bestia no ha sido abolida porque descansa en tu corazón.
La reventazón del mar era más violenta. Comenzó a nevar sobre la playa. Como en mis visiones del último año. La sombra del Ararankaymanta y la cabeza desaparecen en el hoyo, el mar, la nieve, todo se esconde allí, para nunca más.
El Yawarta se acomoda los lentes oscuros. La casaca de cuero. Hace un par de pasos de Rock and Roll. Salta sobre el mundo de unos niños sin zapatos. El tráfico. Evade como el hábil puntero que nunca fue cada carro, tractor, autobús, camión que le sale al paso.
Un país en Sudamérica. Un avión sobre el océano. El aeropuerto. Migraciones. La salida. Un taxi en la línea de espera. Dos segundos y una sonrisa cachosa. Un cigarro en la boca. Imitando dos piruetas del bailarín de tijeras. Sombrero. Dólares. Aplausos. Risas.
¿Para qué mierda regresé? La terquedad y algo que quemaba en la planta azul de los pies. Conversa con una vendedora de cigarrillos junto al paradero de los autobuses. Luego se retira fumando. Se acomoda la chaqueta de cuero y los lentes oscuros, palpa un moretón en su rostro, acaricia su escasa cabellera crespa. Un anciano le observa desde el otro lado del puente, cuidadosamente. (Corte)

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